La Habana.- NUNCA hará falta una razón especial para hablar de Ernesto Che Guevara, porque su figura vive eternamente desde cada idea defendida por un mundo mejor.
Para Cuba su ejemplo está en miles de detalles, conquistas e ideales compartidos, y desde siempre habrá que volver a él como aficionado y atleta apasionado.
Especialmente el ajedrez, que nuevamente se constituye escenario para homenajearle este sábado a 49 años de su muerte.
Pese a sus muchos compromisos fue, junto a Fidel, uno de los responsables de lo logrado por el llamado juego ciencia en esta isla que le adoptó como a un hijo.
Para el guerrillero argentino no existía mejor «educador del raciocinio» que la disciplina de la que fue eterno practicante, y quienes le conocieron le describen dueño de un estilo intuitivo, directo y con preferencia por las maniobras de ataque.
Cuentan que fue su padre quien “le sembró” esa pasión al enseñarle los movimientos a los 10 años como una fórmula para ocuparle las largas horas en que la persistente asma le impedía salir de casa.
Quiso el destino que en 1939 fuera Buenos Aires la sede de la Olimpiada Mundial de ajedrez y hasta allí se acercó desde su natal Alta Gracia, y fue cuando de alguna forma se ligó por primera vez a Cuba al ver al genial José Raúl Capablanca en su último gran torneo.
Un tablero y las 32 piezas integraron la mayoría de sus equipajes en su época de estudiante universitario y viajes por América, e incluso cuando se convirtió en uno de los 82 expedicionarios del yate Granma.
En plena Sierra Maestra siempre encontró tiempo para disputar algunas partidas, y tras el triunfo revolucionario de 1959 se dedicó a promover una práctica que consideraba obligatoria para el sistema de enseñanza.
A su labor y entusiasmo se debieron muchos de aquellos primeros pasos, incluidos torneos entre organismos del estado y el hoy más antiguo clásico del continente: el Capablanca in Memórian.
En 1962 asistió a la inauguración de la primera edición de esta justa y vivió intensas tardes en los salones del hotel Habana Libre.
Nunca escatimó tiempo para mover los trebejos, y conoció tablero por medio a grandes de esos años como el polaco-argentino Miguel Najdorf, o los soviéticos Mijail Tal y Viktor Korchnoi.
También disfrutó siendo rival de estrellas locales como Eleazar Jiménez y Rogelio Ortega, o del entonces muy jovencito Silvino García, quien luego haría realidad su sueño convirtiéndose en 1975 en el primer Gran Maestro de Cuba.
Fue el propio Silvino, desde su condición de presidente de la federación cubana, quien en el año 2000 anunciara que al excepcional revolucionario se le había concedido el excelentísimo título de Caballero de la FIDE.
Tal distinción reconoció el gran aporte a la masificación y el desarrollo del ajedrez en Cuba, razón por la cual su nombre se inscribió en el Libro de Oro de la FIDE y permanece como símbolo entre quienes aman ese deporte en muchas partes del orbe.
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