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Río de Janeiro.- CUANDO el visitante indaga aquí por el lugar que acoge el pebetero olímpico no pocos anfitriones mencionan a la iglesia de la Candelaria como punto de referencia.
Y tiene toda la lógica del mundo, porque esta vez los organizadores decidieron que tras su encendido en el estadio Maracaná el fuego quedara instalado justo enfrente del emblemático templo, en el espacioso bulevar concebido para la ocasión.
Resulta que el más icónico parque futbolístico del orbe solo volverá a abrir sus puertas para las finales de ese deporte y la ceremonia del adiós, y tampoco se optó por trasladar la llama al Joao Havelange, donde preguntan por ella los asistentes al torneo de atletismo.
Si a las autoridades de Londres 2012 se les criticó convertir la observación del simbólico fuego en privilegio limitado a quienes accedían al Estadio Olímpico, qué decir ahora cuando el pebetero ni siquiera forma parte de una instalación deportiva.
Pero más allá de eso late una historia gris en torno a la referida iglesia, por sobre el esplendor que le distingue en el centro mismo de esta urbe repleta de contrastes y conflictos empeñados en emerger pese al impresionante dispositivo de seguridad aplicado ahora.
Quienes se niegan a olvidar lo cuentan con tristeza evidente: el 23 de julio de 1993 seis niños y dos adolescentes fallecieron y hubo decenas de heridos cuando un escuadrón del que formaban parte agentes policiales fuera de servicio disparó contra los indigentes que dormían al “amparo” de Dios.
Era lugar de visita obligada para saciar el hambre y encontrar cobija bajo las arcadas del edificio, pero sus asesinos les consideraron “basura” como expresión de una “cultura del exterminio” considerada subsistente por el Centro de Articulación de Poblaciones Marginadas.
La masacre provocó tal revuelo que por primera vez hubo condenas para militares por un crimen de ese tipo, aunque algunas terminaron rebajadas y hasta se dictaron absoluciones pese a las probadas implicaciones de los beneficiados.
Pero sobre esto saben poco las miles de personas que se toman fotos junto a la obra del escultor estadounidense Anthony Howe, reconocido por los trabajos de esculturas cinéticas que emergen del estudio situado en la Isla de las Orcas, con precios de salida nunca inferior a los 250 mil dólares.
Su creación es el atractivo de moda en Río de Janeiro, y hay razones para que así sea, aunque a pocos metros, en la plazoleta que rodea a la iglesia, las descoloridas siluetas de los jóvenes asesinados y una impactante cruz continúen denunciando un fenómeno que aún no acabó.
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