La Habana.- CUANDO hace 20 años dejó el deporte de alto rendimiento Ioamnet Quintero Álvarez no imaginó que volvería a volar sobre una varilla, y mucho menos que lo haría en un certamen universal.
Hace pocas semanas la ex saltadora de altura revivió su “anterior” vida durante el Campeonato Mundial Máster de Atletismo 2024, en la urbe sueca de Gotemburgo, y se reencontró con la adrenalina que le impulsaba a desafiar cada reto, por más ambicioso que pareciera.
Siete meses estuvo preparándose para ese regreso quien en su mejor momento conquistó bronce en los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992, como preámbulo de proclamación como reina del planeta en Stuttgart, una temporada después.
Con 52 años recién cumplidos, Ioamnet aún puede presumir de ese cuerpo delgado y las estilizadas piernas que le facilitaron elevarse sobre considerables alturas, para codearse con la élite del planeta.
Tampoco ha cambiado su hablar pausado y ese tono tan bajo que a veces parece un susurro… quizás más marcado en medio del diálogo con JIT, en que se mezclaron sensaciones pasadas y presentes para mirar con optimismo al futuro.
¿Cuánto de tu mejor época te permitió recordar la reciente experiencia en Gotemburgo?
Imagina todo lo que sobrevino de golpe. Está claro que no es exactamente igual, pero sí una sensación muy parecida. Recordar cómo controlar el prearranque, y la adaptación al clima, porque para los suecos el verano es un invierno fuerte para nosotros… Podrás imaginar cómo estaba allí esta negrita cubana, tiritando, tratando de entrar en calor para hacerlo bien.
Pero me hizo muy feliz comprobar que el salto de altura sigue estando en cada una de las células de mi cuerpo, que no importa la edad que tengas, porque cuando has hecho un buen trabajo durante muchos años, la maestría no te abandonará. Además, me siento muy orgullosa por haber tenido otra vez la oportunidad de formar parte de una delegación cubana.
¿Por qué escogiste el atletismo?
Mi padre, ya fallecido, siempre nos inculcó a todos en la casa la importancia de practicar deportes. Mi hermano mayor, Reinaldo, quien llegó a ser campeón mundial juvenil, era alumno de Santiago Antúnez, y eso fue el incentivo más fuerte para dedicarme al atletismo.
Yo siempre he sentido mucha admiración por mi hermano. Desde niña, me pasaba todo el tiempo detrás de él y simplemente le seguí los pasos.
Pero al principio no sabías que iba a ser el salto de altura…
No, claro que no. Tenía 12 años cuando entré en la Eide y no tenía definido en qué evento me destacaría. Incursioné como marchista con el profesor Juan Pedro, luego con Gisela Negret –mi querida Chela– en el medio fondo, pero nunca di la talla. Le tenía mucho respeto a la resistencia.
Por último, pasé al salto de altura con Regla Sandrino, a quien llamo mi segunda madre, y no solo por mí, sino por lo que hizo con todos los muchachos que tuvo a su cargo como entrenadora… Ella fue lo máximo. Más que una profesora, una maestra, se convirtió en madre de todos.
Me gustaban también el salto largo y las carreras de velocidad. Creo que de no haberme “enamorado” del salto de altura, habría incursionado en esas especialidades.
¿Satisfecha entonces con la elección?
Casi todo lo que he vivido hasta ahora ha estado relacionado con el deporte, y en especial con el atletismo. Y sí, me siento muy satisfecha, porque cada experiencia me hizo crecer, no solo como atleta, también como persona. Solo cambiaría el hecho de pasar por alto las alarmas que mi cuerpo emitió, cuando me pedía que no me excediera en esfuerzos físicos innecesarios. Yo me aferraba a aquello de cumplir y minimizaba las molestias. De haber sido más responsable en ese sentido, de haber acudido a los especialistas, creo que mis buenos resultados no hubiesen mermado tan pronto y tendría ahora una trayectoria más extensa y exitosa.
¿Deudas?
Mi único anhelo no alcanzado fue no ser en algún momento recordista mundial. Me faltó saborear eso… pero no me quejo, porque por cada sacrificio que hice logré buenas actuaciones, casi siempre ganando una medalla. Y eso, desde que comencé en el atletismo hasta que terminé, me reportó, por encima de todo, muchas alegrías.
¿Cómo recuerdas Barcelona 1992 y la oportunidad de formar parte de esa generación ganadora?
Barcelona 1992 fue inolvidable. Integré un grupo que hasta ahora no tiene comparación en cuanto a resultados. Teníamos una filosofía de entregarnos al máximo, dar el todo por el todo, y no se admitían flaquezas. Eso nos permitía superarnos en los momentos más complejos.
Formamos una familia. Nos dábamos ánimo los unos a los otros, se respiraba alegría, deseos de ganar, de alcanzar medallas. Todo eso, más la gran preparación física y sicológica que teníamos, nos daba siempre las fuerzas para alcanzar cosas que a veces parecían imposibles.
Mi medalla de bronce olímpica llegó cuando apenas tenía 19 años de edad… fue un bronce, como se dice, con sabor a oro. Tener a mi lado a grandes figuras me levantaba el ánimo, la voluntad. El saberme entre tantas glorias no se compara con nada de lo vivido después. Fue lo máximo. Vivo también muy orgullosa de haber estado entre ellos, y agradecida por muchas personas más que aportaron su granito para que lograra mis resultados… Es larga la lista, pero los llevo a todos en el corazón.
¿El retiro te dejó tristezas?
Tuve que hacerlo por las lesiones. Me obligaron las circunstancias, porque realmente muchas las molestias, y cada una influyó en que no pudiera continuar evolucionando hacia mejores marcas. Claro que me sentí triste, pero seguir entrenando hubiera sido peor, era maltratar el cuerpo, sin llegar a las alturas con que tanto soñaba.
Con el tiempo fui asimilando mejor el disgusto por no poder seguir, y no toqué más una pista… pero pasaron 20 años y llegó la oportunidad del mundial máster, algo que nunca imaginé, volver a tener los pinchos puestos…
¿Cuál sería tu mejor recuerdo del atletismo?
No puedo decir que sea uno solo. Tengo varios y todos emocionantes. Uno de ellos, cuando abracé por primera vez al Comandante en Jefe Fidel Castro, luego de llegar de Barcelona. Es algo que nunca se borrará de mi mente.
La epopeya del oro mundial de Stuttgart 1993, en Alemania, es otro, porque tuve grandes problemas antes de esa competencia. Llegué con una molestia en el pie de despegue, porque mi calzado no estaba acorde a lo que necesitaba. Tenía mucho desgaste y aunque el día antes de la competencia me entregaron unos pinchos nuevos, ya tenía la molestia, por lo que el doctor Frías me infiltró en la misma cámara de llamada.
Recuerdo que el pie se me “durmió” y tuve que resolver todo ese percance en medio de la competencia… Ya estaba encima del “burro”, como decimos nosotros, y había que darle palos… Apelé a mi mente, a la experiencia de mis mejores saltos, y así salió uno de los resultados más importantes de mi carrera.
¿Valieron la pena ese y otros esfuerzos?
Ser deportista implica sobre todo eso, sacrificio. Y eso repercute tanto en el atleta como en la familia, porque ese apoyo nunca puede faltar. Son años trabajando en tu cuerpo y en tu mente para alcanzar la perfección que te haga subir al podio y mantener el rendimiento al máximo durante un período lo más largo posible.
Todo eso muchas veces en contra de la salud, el tiempo libre… La vida social casi se reduce al marco deportivo. Pocas fiestas, no puedes ir a la playa como quisieras, ni trasnochar. Resulta un modo de vida muy riguroso, pero esa es la disciplina que te lleva a los grandes resultados y eso siempre estuvo claro en mi mente. No existe otra fórmula en el deporte de alto rendimiento, y es un poderoso motivo para que todo haya valido la pena.
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