La Habana.- EL 19 de noviembre de 1888 La Habana vio llegar al mundo a uno de esos seres marcados por la genialidad necesaria para trascender en el tiempo.

Esa fue la estrella con que José Raúl Capablanca y Graupera se convirtió en 1921 en el tercer campeón universal de la historia para situar a Latinoamérica, y en especial a Cuba, en el mapa ajedrecístico.

El niño prodigio nacido hace hoy 128 años aprendió el juego ciencia con solo observar las partidas de su padre.

Con apenas 12 logró el máximo título de la Isla, y en 1909 impresionó al resto del planeta al doblegar al campeón estadounidense Frank Marshall.

Inició así una carrera de abundantes éxitos que tuvo su cumbre al derrotar al alemán Emmanuel Lasker por la corona del planeta que fue suya hasta 1927.

Entonces cedió frente al ruso-francés Alexander Alekhine, quien siempre le negó la revancha, incapaz de arriesgar la posesión de un privilegio con que no contaba.

«No entiendo ni ahora, después de tantos años, cómo he conseguido ganar a Capablanca», dijo el europeo en clara alusión a su reinado.

Aunque la rivalidad les acompañó dentro y fuera de los escenarios de competencia Alekhine no tuvo reparos para considerarle el más grande jugador de todos los tiempos.

Pero no resultó el único de sus contemporáneos rendidos a los encantos del antillano.

Otros como Rudolf Spielman, Savielly Tartakower y el propio Lasker también expresaron admiración por la magnitud del talento con que deslumbró.

«He conocido a muchos jugadores de ajedrez, pero entre ellos solo un genio, ¡Capablanca! El genio se revela en su capacidad de poner a prueba los puntos débiles del oponente», comentó Lasker.

Sin embargo, lo que permite hablar del cubano como figura imprescindible para este deporte es su huella en la forma de encarar el complejo arte que significa la batalla que se libra sobre los tableros.

Tal es así que el ruso Mijail Botvinnik, también rey del orbe, aseguró que su desempeño «producía y sigue produciendo un irresistible efecto artístico.

»En sus partidas predominaba una tendencia a la sencillez, y en esta sencillez existía una belleza única, genuinamente profunda.»

Anatoly Karpov, también ruso genial y justamente comparado con él, aseguró: «El ideal en ajedrez solo puede ser una imagen colectiva, pero en mi opinión es Capablanca quien se acerca más a esa imagen. Suyo fue el primer libro de ajedrez que estudié, de principio a fin».

Otro ruso inmenso, Garry Kasparov, fue más allá: «Casi no hacía nada y trabajaba mucho menos que otros jugadores, lo que no le impidió ganar los torneos y encuentros más importantes, manteniéndose invicto durante años. ¿No es esta una indicación de talento ilimitado, de indudable genio ajedrecístico?».

Criterios como ese mantienen vigencia incluso en medio de adelantos tecnológicos y sistemas de preparación que suelen provocar miradas críticas hacia el pasado, desde donde sigue inamovible la influencia del hombre que ganó 302 de sus 583 partidas oficiales.

Estadísticas confiables indican que pactó 246 tablas y solo fue derrotado en 35 ocasiones, y sitúan en 2 mil 725 puntos su coeficiente Elo, aunque ese sistema valorativo apareció mucho después.

Se mantuvo invicto entre 1916 y 1924, cuando disputó 63 encuentros como expresión de la intensidad con que dio rienda suelta a un talento para nada respaldado con trabajo.

Esas y otras razones obligan a evocarlo hoy, mientras miles de jóvenes y adultos vuelven a su legado y Cuba cuenta con un sólido movimiento ajedrecístico encabezado por Leinier Domínguez desde el lugar 17 del ranking mundial.