VARIOS nombres se catapultaron para siempre a la fama desde los Juegos Olímpicos de Roma 1960: Abebe Bikila, Boris Shakhlin, Wilma Rudolph, Paul Elvstrom...

Menos de dos años después del triunfo de la Revolución Cuba aún no rompió la sequía de medallas iniciada tras la versión de Londres 1948, pero el velocista Enrique Figuerola accedió a un meritorio cuarto lugar en los 100 metros planos.

Dueño de bronce en los Juegos Panamericanos de Chicago 1959 y rey en los de San Pablo 1963 el “Fígaro” fue lo mejor de una pequeña delegación de 12 concursantes, incluidas tres damas.

La fiesta se desarrolló del 25 de agosto al 11 de septiembre, animada por 5 338 atletas (611 mujeres) de 83 países y acciones en 150 eventos en el agradable ambiente cultural reinante en una sede que supo vincularla a su rico pasado histórico.

Por primera vez hubo transmisión televisiva en vivo, llegada a 18 naciones europeas, y con retraso de horas a los Estados Unidos, Canadá y Japón, y protocolarmente destacó la entonación del himno compuesto en 1896 por Spiros Samaras, con letra de Kostis Palamas, para la justa fundacional de la era moderna.

El encuentro devino reencuentro con una aspiración truncada cuando la urbe debió renunciar a su elección en 1908, y adiós de Sudáfrica, que no volvió a aparecer hasta el de Barcelona 1992 como castigo a su política racista.

El encendido del pebetero corrió a cargo de Giancarlo Peris (atletismo), el juramento olímpico fue leído por Adolfo Consolini (atletismo) y el presidente italiano Giovanni Gronchi encabezó la ceremonia de apertura.

Bikila se encumbró como héroe para Etiopía al ganar descalzo la maratón con récord del mundo, el gimnasta soviético Shakhlin encabezó a los premiados con botín 4-2-1 y la estadounidense Rudolph emitió un mensaje de entereza a base de tres cetros.

La vigésima de 22 hermanos nacidos en el seno de una familia pobre tenía seis años cuando una poliomielitis le dejó paralizada una pierna durante largo tiempo, pero se erigió sobre esa limitante hasta fraguarse como excelente corredora.

En Roma ganó los 100 y 200 metros, además de integrar el relevo corto igualmente dorado para estampar su nombre entre los imprescindibles, tal como el velerista danés Elvstrom, llegado a su cuarto cetro consecutivo.

Las crónicas de entonces realzan el entorno aportado por instalaciones como la Basílica de Majencio, donde combatieron los luchadores, y los Baños de Caracalla, que acogió a los gimnastas, aunque no están exentas de críticas hacia dificultades causadas por el alto número de asistentes.

El púgil estadounidense Cassius Marcellus Clay, después “Muhammad Ali”, lideró allí la división semipesada, y la muerte del ciclista danés Knut Jensen enlutó la confrontación para ejercer indeseado protagonismo.

Se desplomó bajo la influencia de anfetaminas y falleció más tarde en el hospital. Pasó a la historia como el segundo competidor que dejó la vida en esas justas después del maratonista portugués Francisco Lázaro (1912).

La polémica mayor se dio en la natación, donde inicialmente los jueces se decantaron a partes iguales por el estadounidense Lance Larson y el australiano Devitt en la final de los 100 metros libres para hombres.

Después el principal decretó vencedor al de la tierra de los canguros y fueron muchas las voces que consideraron errada su elección.

La Unión Soviética comandó la emulación por colectivos con saldo de 43-29-31 y después ocuparon escaños Estados Unidos (34-21-16) e Italia (13-10-13), que cuatro años antes había sido quinta con 8-8-9.