París.- LAS MAJESTUOSAS instalaciones preparadas para los Juegos Paralímpicos lucen colmadas de gente que fluye por sus gradas y pasillos, y ofrecen la prueba de la identidad particular y distinción entre la abrumadora semejanza humana.
Eso solo es posible dentro del concierto de símbolos entremezclándose, unas veces armónicamente, otras caótica, pero deliciosa, como un ajiaco de muchos ingredientes en distintas formas y proporciones.
El espectáculo colorido atrapa, demanda dos miradas que apuran la misma sensación de alegría y hasta euforia visual, una inmediatamente después de la otra: primero el paisaje prolijo en colores y contornos; luego la peculiaridad, el atractivo escenario de lo único e irrepetible de un individuo.
Los variopintos signos de lo particular determinan la diversidad, entretienen. Puede tratarse de colores y formas, pero también de sonidos, siempre indentificables dentro de un contexto peculiar.
No hace falta un exhaustivo análisis para comprender la esencia de ese fenómeno, basta entender su consonancia con el deporte y la competitividad más sana.
Porque la deportividad es la confrontación amistosa de las capacidades, sin las consecuencias trágicas de la guerra, ni el afán por destruir, sino de emular y supersarse.
Quien viste los colores de los suyos apenas intenta distinguirse, mostrar sus mejores atributos, competir y disfrutar.
Puede pecar de confuso quien lo entienda como una guerra de estandartes y símbolos; porque no va ese espectáculo más allá de la mera presentación del totem, a veces se trata de su vindicación, pero siempre afloran bajo el paradigma humanista de la conciliación y la armonía entre lo diverso y original.
Lo sabe cualquiera cuando los ve perderse unos entre otros, felicitándose por el éxito, aún si ello implica la derrota propia, desbaratando el postulado pesimista de la antropología del conflicto.
La conciliación deviene en pedestal del ara que es la paz. El hombre se hace amigo del hombre, o por lo menos recuerda su esencia social: la armonía de la convivencia, el respeto al otro, la cooperación.
No se trata de imponer los rasgos más notables, ni los más comunes, porque esa armonía no se alcanza con la colonización ni la inoculación contagiosa o forzada del símbolo, sino con la coexistencia pacífica de todas las diferencias.
Si no lo cree, intente no emocionarse cuando dos desconocidos, que no pueden entenderse con palabras, se consuelan con un abrazo o se felicitan de la misma forma.
Intente explicar qué otro fenómeno determina una muestra tal de afectos cuando culmina la contienda del enfrentamiento, sino el amor por los semejantes, independiente de las apariencias y los ritos de su prole.
Así sucede aquí, de entre la apoteosis de la diversidad surge uno de los más nobles rasgos de nuestra naturaleza: la fraternidad.
c/
|