París.- OMARA Durand (T12) ganó su novena medalla de oro en juegos paralímpicos cuando entró primera en la meta, luego de correr los 400 m de la cita que acoge esta ciudad.
El brillo de su gesta irradia a miles sentados en las gradas del Estadio de Francia con el único objetivo de presenciar a la vedette de estos juegos. El oropel apenas les deja notar su verdadera gracia: el espectáculo encantador de verla correr.
Quien ha venido a ver la historia lo logró, como quien entra al Museo del Louvre para hacerse un selfie frente a la Gioconda de Da Vinci, mas si solo a eso llegó y se perdió el deleite de sus piernas danzando un vals sincronizado con Yuniol Kindelán.
¿Quién osa llamarle guía? Si así dice hacen mal: es su complemento, una extensión de sí misma viendo por sus ojos, cobrando la luz que le falta desde la sombra del anonimato.
A Omara se le disfruta cuando afinca sus tobillos en el bloque de arrancada, levanta el torso y estira el cuello con el mentón bien alto, cuando despega violenta para dejar a sus rivales exhaustas de perseguirle.
De ella debe degustarse cada zancada, su andar elegante, la amalgama cautivadora entre potencia y ligereza, su estampa grácil, ese arte de destrozar el tiempo sin despeinarse.
Cuando Omara corre se hace la maravilla, puede uno creer en los milagros al ver llegar a la soberana de las pistas.
Este martes enseñó su genio, paró el reloj en 53.59 s y dejó a la iraní Hajar Safarzadeh en un lejano 55.39 para la segunda plaza y luego entró la ucraniana Oksana Boturchuk, con 55.67.
Ganó la segunda medalla de oro para Cuba en la jornada como si de un trámite se tratara, y no salió del óvalo a vanagloriarse, sino a preparar su próximo salto a la inmortalidad: la carrera de los 100 metros planos, y luego la de 200.
Cuando llegó al final apenas inclinó su cabeza hacia abajo, acompañó el gesto con una ligera genuflexión reposando las manos en la cintura, casi como una reverencia y no como signo lógico de agotamiento. No corre ella para ganar, gana apenas porque corre, ese es su don y su sino.
Alzó los brazos como una diva y se mostró al público abrazada de su escudero, luego estrujó a su entrenadora Miriam y besó su bandera.
Todavía agradeció emocionada los gestos de felicitación, como la primera vez, y celebró alegre como un principiante.
A pesar de su dimensión de gigante, se equivoca quien piense que viene de vez en cuando a humillar a los mortales desde el Olimpo.
Ella encarna el fresco más elocuente de amabilidad y humildad de los nacidos en Cuba, aunque su grandeza emule la de la Isla toda.
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