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Armando Hernández o cuando la memoria desnuda el alma

«Cada vez que vengo al Inder me estremezco. Extraño. Echo de menos a los compañeros: con los que comencé este rumbo, y con los que finalicé mi vida laboral...»


Por Daniel Martínez Rodríguez
jueves, 19 de noviembre de 2020 10:05 AM



Foto: Roberto Morejón

La Habana.- ARMANDO Hernández es uno de esos hombres que lleva escrito su oficio en el rostro. Una de esas voluntades que subliman sus deseos. Que valoran la libertad creativa. Con la cámara fotográfica como una extensión de su cuerpo se armó de ilusión y sanó sus heridas.

Perpetuó la historia del Inder. Es cierto, dirán algunos, que la ilusión es un espacio de esperanzas. Desde otra perspectiva una fiel escudera para afrontar la escuela de la vida.

«De verdad me siento realizado. Percibo que recibí más de lo que di», apunta, mientras con paso lento, pero firme, recorre el departamento que durante más de medio siglo fue casa, pasión y desvelo. Mira hacia los rincones de techos y paredes. Quizás buscando evocaciones. Toma asiento en una vieja y rígida silla. Acaricia su inseparable cámara. Fija la mirada en el piso y aprieta el obturador de los recuerdos.

«Este camino lo viví desde sus inicios con el capitán Felipe Guerra Matos. Mi primer trabajo en el organismo fue como auxiliar de limpieza. Después llegó como presidente José Llanusa, quien le imprimió otra dinámica al movimiento deportivo. Lo llevó hasta donde le fue posible. Los que le sucedieron extendieron su legado, la huella que dejó fue tremenda.

«La tercera semana preolímpica de México, allá por 1967, fue mi primera experiencia internacional. Sabía de su importancia. Representaba a un grupo de jóvenes que permanecieron en Cuba esperando su oportunidad. Hacía un frío que pelaba», afirma y se abraza como si todavía lo azotara, «incluso tuve que guardar la cámara. La humedad era tremenda».

EL LENGUAJE DEL CARÁCTER

¡Qué extraordinario es realizarse a sí mismo! Sortear las murallas del azar. Sentir un grado de felicidad intenso y puro. ¿Son los límites del orgullo humano?

«Muy joven perdí la visión del ojo derecho. Accidentalmente un muchacho me hirió con un pincho. La cornea sufrió un daño irreparable. Mis padres hicieron lo que estuvo a su alcance. Pasé mucho trabajo al principio, ya que las cámaras fotográficas tenían el visor más cómodo a la derecha. La única visión que tenía era a través del lente», asevera, y ejemplifica el peculiar estilo con que manejaba su “arma”.

De repente el diálogo se congela. Llegan algunos colegas que le roban un saludo. Busco la chispa para encender otra vez el fuego. Entonces la memoria más profunda se abalanza sobre él, y le desnuda el alma. «Te confieso que jamás me sentí por debajo de nadie, a pesar de que solo veía de un ojo. La vida me brindó una oportunidad y yo la aproveché. Hice el máximo esfuerzo».

La conversación toma impulso. La cámara en sus manos da la impresión de ser un hijo pequeño… ¿Acaso no lo es?

«Conservo lindos recuerdos». Sus ojos delatan emoción. «En 2001, cuando se inauguró la Escuela Internacional de Educación Física y Deportes, tuve la posibilidad de estar allí como fotorreportero. Me emocionó ver a Fidel con uno de los libros que escribí en sus manos».

Hace media hora que el profe nos regala sus vivencias. Las refiere con puntos y comas, en forma de relato. «Un día de 1960, siendo auxiliar de limpieza, llegué al departamento de fotografía. El jefe en aquel momento era Jesús Rocamora. Me preguntó cómo yo tan joven no aprendía los mecanismos de la profesión. Acepté, y hoy de nuevo le doy las gracias.

«Cuando se viene de “abajo” se disfrutan más los triunfos», confiesa y me sorprende. «Debes poner no solo el conocimiento. Es vital el empeño, y un poco de otras cosas para lograr tus sueños».

Un pequeño debate surge en el grupo al calor de la conversación. Armando ejerce de juez con una respuesta salomónica.

«El fotorreportero nace y se hace. Un poco de ambas. Es mi experiencia. Así que nací destinado a esta profesión. Es lo que transmití a quienes enseñé. Incluso defendí la idea de trabajar estrechamente con el periodista. Si se unen, el beneficio será mutuo».

¿La fotografía ha evolucionado mucho?, le provoco. Descansa la cámara sobre una de sus piernas, el lente de la sapiencia regala su luz.

«Antes era más complicado. Trabajar con productos químicos se tornaba tenso. Podía provocar alergias y erupciones en la piel. Daños en manos y uñas. Debíamos revelar e imprimir en cuartos oscuros. Había que sobreponerse. La digitalización hizo todo más fácil. Aclaro que quien bien aprende, es capaz de hacerlo de ambas formas».

Sonríe, gesticula, se mira en el espejo del tiempo. No rehúye la polémica. Por supuesto, siempre acariciando la cámara.

«Con la fotografía deportiva se puede hacer arte. Muchos jóvenes logran buenos resultados. Nada es fácil. En esta profesión uno tiene que pensar en un montón de variantes. A veces te imaginas una y sucede otra. El fotorreportero no puede llegar al lugar del hecho con las manos en los bolsillos. Necesita estar pendiente de la acción».

ESCRIBIENDO DE LA VIDA

Al releer el ayer, tal vez estamos en realidad leyendo acerca del presente, sobre el que tanto queda por escribir.

«No me considero un autodidacta. Siempre he dicho que soy un fresco. Con el bajo nivel cultural que tenía atreverme a escribir libros no fue sencillo. Le saqué provecho a la computadora. Te ayuda a corregir la ortografía. Antes, las equivocaciones eran grandes. Lo de la escritura lo inicié como un pasatiempo. Después me atrapó. Fui testigo de triunfos y récords. Era preciso publicar esa memoria histórica».

Conversar le hace bien, por eso indago sobre su foto preferida. «La que estoy por hacer», revela rápidamente para regalar otro chispazo de fugaz intimidad profesional. «La foto perfecta no existe. Puedes conseguir una espectacular hoy y mañana otra mejor. Siempre se puede más».

De repente el rostro se le rasga, aflora una melancolía elegante. «Cada vez que vengo al Inder me estremezco. Extraño. Echo de menos a los compañeros: con los que comencé este rumbo, y con los que finalicé mi vida laboral. Es una mezcla de alegría y añoranzas».

Un par de segundos después se levanta. Estira su corpulenta anatomía. Emergen algunas injusticias. «Ninguna en lo profesional», puntualiza, «problemas dialécticos y de interpretación. Molestó que yo sobresaliera. Únicamente trabajé más».

El aroma de un café recién colado “altera” el coloquio. Tazas en manos damos las gracias por lo bien que viene. Una voz prevalece. ¿Armando, cómo quieres que te recuerden? «Solo deseo que lo hagan», suspira y saborea un sorbo. Baja la cabeza, trata de ocultar su rostro. ¿Qué pasa?, le digo. «Está hirviendo», murmura. Yo podría jurar, y por favor guárdenme el secreto, que de sus ojos nacían húmedas emociones.

(Tomado de Trabajadores)

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