EN 1897 Turku no tenía la importancia de hoy. Era apenas una pequeña ciudad portuaria a poco más de 120 kilómetros al oeste de Helsinki, pero en ella nació quién más tarde inmortalizaría su nombre: Paavo Nurmi, el mejor fondista y mediofondista del mundo.

La mayoría de sus habitantes se dedicaban a labores propias de la marinería y la pesca, mientras el resto se aburría en espera de algún suceso importante.

El 13 de junio una de las familias más humildes de la ciudad vio como un nuevo miembro llegaba a compartir la pequeña morada de una sola habitación.

La madre quería nombrarlo Freddy, pero el padre insistió que debía llevar el nombre de alguien de la familia y optó por inscribirlo como Paavo, sin imaginar que aquel pequeño que daba vueltas en una hamaca se convertiría en rey del atletismo olímpico.

Paavo forjó su carácter y fortaleza física desde bien pequeño. Soportaba como nadie en la familia los duros y largos inviernos finlandeses. Se contentaba con una dieta frugal, a partir de pescados frescos y verduras.

Las carnes rojas apenas las conoció entonces, pero igual recorría las calles en uno y otro sentido con mandados o recados solo por unas cuantas monedas.

Su resistencia lo hizo famoso entre los amigos de su misma edad. Una tarde ganó una competencia entre sus contemporáneos y apenas unos minutos después se impuso a quienes le llevaban como mínimo tres años.

Corría el primer verano del siglo XX. La prueba consistió en cargar una caja de bacalao de 60 kilos durante medio kilómetro. Y Paavo lo hizo a la carrera.

Cierta vez, cuando servía en el ejército, participó en una competencia donde había que llevar todos los pertrechos militares más una mochila con cinco kilogramos de arena, y sacó tal ventaja que los oficiales insistieron en que había tomado un atajo.

Desde entonces planificaba su ritmo de carrera. Su resistencia se hizo tan legendaria y su estilo tan metódico y frío, que los rivales se desanimaban apenas en los primeros kilómetros de competencia.

Tuvo su bautizo olímpico en los Juegos de Amberes 1920 en los cinco mil metros y perdió la medalla de oro casi sobre el estambre ante el francés Joseph Guillemot. Pero tres días después tuvo la oportunidad de la revancha en los 10 000 y la aprovechó.

Apenas faltaba una vuelta y Nurmi, que iba delante, vio al galo aventajarle. Apeló a todas sus fuerzas entonces y sobre la misma raya atrapó su primera medalla de oro. Fue la primera de las tres preseas doradas ganadas en la lid, pues además sumó otras dos a campo traviesa en individuales y por equipos.

A París 1924 arribó en medio de una intensa ola de calor que azotaba la gran urbe y abandonó suelo francés con cinco medallas de oro. La cosecha no llegó a seis porque le prohibieron defender la corona en los diez mil, con el argumento de que había sufrido mucho desgaste los días previos.

Su compatriota Vilho Ritola se adueñó del oro en su ausencia, lo cual le sirvió de consuelo, porque éste apenas pudo escoltarlo en el podio en varias de las competiciones.

El 10 de julio ganó los mil 500 metros con extrema facilidad. Llevó en las manos su habitual cronómetro y mantuvo un ritmo diabólico durante todo el trayecto. Mas, cuando todos pensaban que se iría a descansar, se inscribió en los cinco mil menos de una hora después.

En la pista estaban algunos conocidos: sus compatriotas Ritola y Seppala, además del portentoso fondista sueco Edvin Wide.

Desde el comienzo se dio cuenta de que sus rivales querían desgastarle, pero no se inmutó. De vez en cuando consultó el cronómetro que llevaba en la mano y mantuvo la misma lealtad de siempre a su poderoso ritmo de zancadas.

Sobre los dos kilómetros y medio abandonaron los primeros y cuando faltaban 500 metros lanzó el reloj sobre la pista y aceleró el paso para llegar solo a la meta con récord olímpico incluido.

Un descanso de 48 horas y a correr de nuevo, esta vez a través del campo. Y otra vez Ritola como escolta en una carrera donde no faltaron los desmayos y hasta los extraviados.

Una noche más para dormir y, de pareja con Ritola, se agenció los tres mil metros metros por equipos.

El "Finlandés Volador" cargaba un recio botín y grababa su nombre en la historia olímpica. Pero había más. Aún quedaban los Juegos de 1928.

Esta vez fue su rival de siempre -Ritola- quien ganó los cinco mil metros, y él se conformó con recuperar el trono de los diez mil, en la que sería su última carrera olímpica.

Para Los Ángeles-1932 se preparó con disciplina férrea. Tenía 35 años y entendía que solo con un exquisito fondo físico podía llegar al podio.

Pero no pudo alistarse. Lo acusaron de profesional y quedó fuera. Eran otros tiempos y solo atinó a llorar. Sus lágrimas no conmovieron a nadie y pudo ver como otro se coronaba.

La vida le deparó otros momentos felices. La capital finlandesa organizó los Juegos de 1952. Los aficionados esperaban en las gradas la llegada de la antorcha en medio de un absoluto secreto sobre el nombre del último relevo.

Paavo entró al estadio con el cirio en las manos y la multitud estalló en un aplauso gigantesco, mientras sus piernas demostraban que mantenían la misma vitalidad de siempre.

Para entonces era héroe nacional de Finlandia y considerado por todos el mejor corredor de fondo que existió jamás.

El 2 de octubre de 1972 sufrió su última derrota, la vida se le escapó entre el cariño de un pueblo que lo admiró y mimó siempre. Su ataúd fue llevado en hombros por media docena de campeones olímpicos finlandeses.

Hasta la despedida del Finlandés Volador estuvo rodeada de preseas doradas, lo mismo que su paso por los Juegos Olímpicos.