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La Habana
Año 66 de la Revolución
HOMENAJE AL CHE GUEVARA
La pileta del Sierras Hotel
Por Ernesto Guevara Linch*
miércoles, 14 de junio de 2017 04:19 PM



Foto:

CUANDO llegaba el mes de noviembre, en Alta Gracia también llegaba la temporada de natación. El Sierras Hotel tenía una espléndida piscina.

Como yo les había enseñado a nadar a mis hijos, ingenuamente creía que debía seguir cuidándolos mientras se bañaban, pensando que podría ocurrirles cualquier accidente y que por lo tanto les podía ayudar.

Les había inculcado mis pocos conocimientos de natación; y digo pocos porque siempre nadé muy mal y con un estilo “troglodita”. En cambio, ellos habían seguido aprendiendo de las personas que nadaban mejor que yo y habían alcanzado un buen nivel en ese deporte.

Ernesto tomaba lecciones de un gran nadador de aquella época, el campeón argentino de estilo mariposa, que se llamaba Carlos Espejo. A éste le había caído en gracia el chico y le enseñaba gratis.

Sin duda alguna, la natación le hacía mucho bien para su asma, siempre que lo hiciese moderadamente. Le daba mayor capacidad torácica ensanchándole los pulmones; pero los médicos me habían recomendado que no le permitiera excederse porque ello significaría esforzar su corazón y es sabido que los asmáticos deben cuidar bien este órgano, porque el asma lo obliga a trabajar mucho.

Cuando íbamos a la pileta, los ejercicios de natación de Ernesto y de todos mis hijos, que también nadaban bastante bien, eran normales. Pequeñas carreras de crol o de pecho, zambullidas desde la orilla o desde los trampolines. La pileta estaba siempre llena de chicos y grandes, y, además de poder tomar el sol, la gente se divertía allí.

Pero lo que yo ignoraba era que Ernesto, desde mucho tiempo atrás, venía entrenando más de dos horas diarias. Cuando iba a la pileta con ellos, no me retiraba hasta que el último hubiera salido del agua; siempre estaba cuidándolos, pero lo que no sabía era que a la tarde se escapaban y se iban a entrenar. Yo, muy ingenuo, creía que debía estar presente en la pileta por si alguno corría peligro, sacarlo del agua. Lo cierto es que si esto hubiera ocurrido, lo probable es que ellos hubieran tenido que sacarme a mí.

Estando una tarde en mi casa, alguien que llegaba del Sierras Hotel me comentó que Ernesto hacía más de una hora y media que estaba entrenándose en la pileta.

—¿Cómo en la pileta —dije—, si yo no le he dado permiso para ir allí? 

Y cuando pensé que ya llevaba más de una hora y media nadando, me alarmé. Su asma no le permitía hacer esas cosas.

Fui inmediatamente al Sierras Hotel y pude ver cómo un montón de chiquilines que oficiaban de ayudantes del “futuro campeón” —reloj en mano— controlaban los tiempos mientras discutían entre ellos si tardaría tanto o cuánto en hacer sus cien piletas.

Cuando vi aquello y oí a los chicos, se me cayó la venda de los ojos y comprendí cuan ridículo es, a veces, el cuidado excesivo de los hijos. Estaba desorientado y opté por hacerme el tonto. Y mientras Ernesto, que me había visto, continuaba su raid sonriente, yo, haciéndome el desentendido, seguí el raid como si supiera hacía mucho tiempo que mi hijo venía practicando estos entrenamientos.

Todavía me parece verlo nadando en estilo mariposa, esforzándose por superarse, los mofletes hinchados, todo congestionado por el sol y entrando y saliendo del agua avanzando a saltos como una tonina.

El tiempo se encargó de darle la oportunidad de hacer valer sus conocimientos de natación. Durante la invasión del Ejército Rebelde a Cuba, muchas veces tuvo que atravesar ríos a nado.

Cuando desembarcó en Las Coloradas, a pesar de la poca profundidad del agua, tuvo que nadar y cuando comandaba el pequeño contingente de hombres que desde la Sierra Maestra llegó al Escambray, tuvo que atravesar kilómetros de manglares cubiertos por el agua de mar y otras veces brazos de agua abiertos y de gran profundidad. 

*Padre del Guerrillero Heroico Ernesto Guevara de la Serna. Fragmento del libro Mi hijo el Che. Editorial Arte y Literatura, 1988.

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