Pinar del Río.- RAFA Nadal se arrodilló en la pista de la Rod Laver Arena y levantó los brazos, luego se tapó la cara con las manos y lloró de la emoción contenida. No todos los días un hombre se convierte en el máximo ganador de grand slam de la historia del tenis.

Hace algunos meses llegó a pensar en el retiro, lo ha confesado el ahora ganador de 21 grandes, pero no es dado a rendirse Nadal y eso lo sabía Daniil Medvedev aun cuando ganó los dos primeros sets de la final del Australian Open.

Puede que el ruso pensara airado en aquella final de unos meses atrás en Estados Unidos frente a Djokovic venciéndolo en tres sets. Se regodeaba en la posibilidad de repetir la hazaña. Amenazaba con nacer un mito: la maldición de los 20.

Daniil devolvía con precisión milimétrica cualquier envío del español, sacaba como una máquina y no dejaba evidencia de fisuras en su revés. Era la moderna imitación de la perfección contra la vieja escuela del toma y dame.

Rafa debió cambiar el recurso, si bien no el método, luego del tie break que le puso en desventaja de dos sets. Nadie había remontado un 0-2 desde 1965. Más de 50 años pasaron desde que Roy Emerson lo hizo allí frente a Fred Stolle.

Eso lo sabía Medvedev seguramente pero la tarea apenas comenzaba teniendo delante una fiera de la raza del balear al que la casta de los ganadores afloraba de su mano izquierda que comenzaba a buscar las líneas con intención de herir.

Ya no mandó tantos golpes al revés del rival que parecía infalible. En cambio, ponía pelotas lejanas y bajas para incomodar la torre rusa de 1.98 metros. Había que desgastar el físico del adversario para provocar errores, doblando sus largas piernas le restaba esa estabilidad casi robótica.

Cualquier ser humano hubiera tenido chance de entender que la gesta se antojaba heroica cuando menos, excepto Nadal que insistió en devolver con intención de dañar desde el saque a pesar de los 23 aces del moscovita.

Las incisivas devoluciones del “matador” incomodaban como los cambios de ritmo y dirección que obligaban al número dos del mundo a correr cuando fallaba la anticipación. Ponía enigmas Rafa indescifrables para Medvedev porque en eso también radica su éxito: en devorar la mente del adversario así como sus músculos.

En las escuelas deberían enseñar la persistencia de Nadal. Y no hay que confundirse, en ningún momento se trató de fe sino de confianza y perseverancia. Era un toro embistiendo por toda la cancha, quien haría lo necesario excepto reconocer la derrota hasta el último punto. Cualquier distracción del marcador debería pasarse por alto, habría que ganar el punto siguiente.

En esas llegó el tanto 12 del quinto set y allí fraguó la historia que ebullía en cada golpeo desde que llegó a Melbourne. La remontada era acaso la menor de las hazañas.

Con el último punto del juego, el que decretó una victoria cocida desde que salió a remontar la adversidad en una elegía franca a la consistencia, además de convertirse en el primer hombre en ganar más de 20 grandes, también entraba en el selecto grupo de los que han ganado cada grand slam al menos dos veces junto a Djokovic, Roy Emerson y Rod Laver.

Lo de Rafa no es apreciable en su justa dimensión en este tiempo suyo. Pasarán muchos años para que se entienda que tuvo el privilegio de verle disputar la gloria en época de Federer y Djokovic, que vivió la mejor época del tenis y quizá apreció también al mejor tenista.