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La Habana
Año 66 de la Revolución
Laina, Sheyla, Dariel… la historia del primer oro en Lima

«Feliz por lo logrado y por haber llegado a los juegos olímpicos. Es un poco complicado controlar la siquis en esos momentos, por la presión y todo lo que generan los Panamericanos...»


Por Rudens Tembrás Arcia, enviado especial
domingo, 28 de julio de 2019 01:11 AM



Foto: Lima 2019

Lima.- LAINA Pérez pasó el sábado del pesar a la tensión, del llanto a la alegría. Hizo realidad un par de sueños: ser por fin reina panamericana del tiro deportivo y abrirse paso a la cita olímpica que tantas veces se le había hecho esquiva.

Dialogamos al término de la fase preliminar en que apenas logró 561 puntos, para un séptimo lugar que poco prometía de cara a la final, aunque esta iniciara desde cero.

Su rostro mostraba insatisfacción, cierto desgano, como si otra vez el corazón y la puntería no quisieran darse la mano.

Le pregunté lo clásico: ¿qué pasó? Y campechanamente, hasta elevando el tono, dijo: «Nada, el estrés, son unos juegos panamericanos, está la clasificación olímpica…». Le deseé éxito y fui de nuevo a la grada.

De lejos, observándola junto a su compañera Sheyla González y el entrenador Dariel Suárez, descubría una dinámica, una rutina que pocos considerarían capaz de variar el curso de una historia...

Descalzarse, calzarse; abrigarse, desabrigarse. Guardar el arma, irse a una silla; volver a desenfundar, recolocar la pistola en la mesa; conversar, pensar… Es una especie de sinfonía en que los actos son una cosa y la mente otra. Transcurre toda la trama, cuando más, en una hora…

Lo cierto es que este 27 de julio vimos una Laina primero y otra después. La primera dudaba, la segunda no cabía en la posición de tiro, sobraba, anulaba, empequeñecía a las rivales.

Subió y bajó ese brazo derecho en 24 oportunidades oficiales. La última vez también dejó caer sus pensamientos… se despojó de toda tecnología y comprendió en unos segundos que la tarea estaba por fin hecha. Los gritos, los aplausos, eran el fondo musical de una hazaña que ponía fin a 32 años de sequía ganadora en esta modalidad. Antes, Tania Pérez en Indianápolis 1987.

Debía volverse y afrontar el júbilo propio y el de sus compañeros y amigos. Sobrevino un triple abrazo con Sheyla y Dariel. Luego el tumulto.

Más tarde debió vencer la timidez para agradecer las infinitas felicitaciones y posar para las fotos, para esas fotos que se le escaparon en Río de Janeiro 2007, en Guadalajara 2011 y en Toronto 2015.

En esos minutos, el rostro de la alegría se confundía con el desconcierto, con esa rara tristeza que suele aflorar en medio de la plena realización. ¿Ausencias? ¿Penas? ¿Deudas? ¿Sosiego? Después tocarían las palabras, aunque las lágrimas no dejaran…

«Feliz por lo logrado y por haber llegado a los juegos olímpicos. Es un poco complicado controlar la siquis en esos momentos, por la presión y todo lo que generan los Panamericanos. Quiero regresar pronto a casa», logró articular en una zona mixta congestionada de periodistas cubanos y de otras naciones.

Obligada a explicar la metamorfosis vivida, esta matancera colosal afirmó: «Traté de enfocarme en los objetivos técnicos, sin pensar en más nada, así fueron saliendo las cosas».

De cara al futuro, y soltando por fin una carcajada, apuntó: «Solo pienso en los Juegos Olímpicos de Tokio».

Dariel observaba el panorama en un segundo plano. Nunca estalló de júbilo, no explotó, su máxima expresión fue el abrazo ya descrito. Esa capacidad de control, estabilidad y análisis se mantuvo intacta…

«Supercontento por los resultados. No teníamos medallas previstas en esta modalidad, solo entrar en finales con un buen resultado. Tener dos atletas en el podio y una plaza a Tokio 2020 es magnífico. Ha sido gracias al sacrificio de ellas y sus familias, que las han apoyado en todos estos años que llevamos trabajando juntos», apuntó inicialmente.

«Cuando salimos de la clasificatoria nos pusimos a conversar. Les dije que habíamos venido a trabajar, a obtener un resultado mediante objetivos técnicos. Estaban pensando en muchas cosas, porque es verdad que se jugaban cosas importantes para sus carreras, pero el resultado sería del más inteligente, del que mejor pensara en ese momento», narró tranquilamente el joven profesor.

Entonces llegó Sheyla, cumplida con su bronce, aunque tampoco pudo contener las lágrimas cuando por un pelín se le escapó el pase a Tokio.

“Fresca como una lechuga” opinó: «Esto que ha ocurrido fue siempre un sueño. Lo luché y lo alcancé. Me sentí bien, pero hubiera querido más. Me concentré, trabajé fuerte y estoy feliz, pero voy por más».

Luego, juntas, brillaron entre medallas y ante la bandera y el himno de la Patria. El rostro de la victoria comenzaba a ser otro. Cuba brillaba en mujeres de una estirpe fraguada a tiros, como tantas veces en nuestra historia.

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