La Habana.- A 54 años de que se inaugurara la XVII Olimpiada Mundial de Ajedrez, a la capital cubana todavía se le recuerda como un tablero gigante.
El fervor ajedrecístico de los primeros años de la Revolución tocó su punto máximo con la celebración de una cita que abrió sus puertas el 25 de octubre de 1966 y todavía perdura en la memoria por sus varios hitos.
Celebrada en pleno apogeo de la Guerra Fría y las marcadas diferencias políticas entre la Unión Soviética y Estados Unidos, el evento salvó ese y otros escollos, demostró que el deporte sirve de puente y aceleró el auge del ajedrez en una Isla que luego viviría un desarrollo inusitado y formaría grandes maestros.
Una partida de José Raúl Capablanca escenificada por el Ballet Nacional de Cuba en el Coliseo de la Ciudad Deportiva dio la arrancada a un certamen con récord de 52 naciones asistentes y más de 300 participantes.
El Salón de los Embajadores del Hotel Habana Libre estrenó para la ocasión mesas con tableros de mármol, y quedó pequeño para la afluencia de un público motivado por el Juego Ciencia.
Cuentan las reseñas de la época que muchos tuvieron que seguir las incidencias de las partidas en los tableros gigantes colocados en las afueras de la céntrica instalación habanera, y que tal impulso convirtió al ajedrez en un deporte popular en la Isla.
El Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz asistió a varias de las sesiones, compartió con los asistentes y protagonizó la simultánea gigante con que se clausuró el certamen en la Plaza de la Revolución, el 19 de noviembre.
La presencia de casi todos los mejores jugadores de la época aportó relevancia al certamen. En especial el equipo soviético, que consiguió su octavo título en estas lides e incluyó en su poderosa selección a campeones mundiales pasados y otros que lo serían en el futuro.
Tigran Petrosian, rey en ese momento, Mijail Tal y Boris Spassky defendieron los tres primeros tableros de aquel fortísimo elenco, que además contó con Viktor Korchnoi, Leonid Stein y Lev Polugaevsky.
Tenso resultó el encuentro entre estadounidenses y soviéticos en la etapa final. Sobre todo porque los primeros contaban con el liderazgo del polémico Robert Fischer, acogido a la religión de Adventistas del Séptimo Día y negado a jugar el match a la hora acordada para no entrar en contradicciones con su fe.
Los norteños respaldaron a su hombre proa y no se presentaron a la arrancada del duelo, luego de que los organizadores se negaran a variar el horario. Los puntos fueron asignados a los soviéticos y la protesta no se hizo esperar.
Tras varias conversaciones y acuerdos de uno y otro lado, se repitió el encuentro el día de descanso y los soviéticos vencieron 2,5-1,5, gracias al triunfo firmado por Tal.
En el primer tablero se vieron las caras Fischer y Spassky, quienes seis años después protagonizarían uno de los más controvertidos duelos por la corona mundial.
En definitiva, la Unión Soviética reinó con 39,5 puntos, los estadounidenses quedaron en plata con 34,5 y los húngaros, encabezados por el conocido Lajos Portisch, cerraron terceros con 33,5.
Cuba, que aún no contaba con un Gran Maestro en sus filas, logró clasificar a la final para agrado de sus seguidores y tuvo a Eldis Cobo como su jugador más destacado, con nueve unidades en 17 agotadoras presentaciones.
Eleazar Jiménez, único con título de Maestro Internacional en ese entonces, Rogelio Ortega, Jesús Rodríguez, un jovencito Silvino García y Hugo Santa Cruz completaron la selección.
La Habana logró su objetivo. Vivió con éxito su olimpiada, más allá de cualquier diferencia política logró convocar a lo más selecto de la época y convirtió el ajedrez en un fenómeno de masas.
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