Foto: Archivo familiar.
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A ERNESTO le encantaba jugar al rugby. Cuando vivíamos en la calle Chile de la ciudad de Córdoba, comenzaron a jugar él, su amigo Granado y su hermano Roberto, en un club local llamado Estudiantes, que no tenía más que una cancha precaria.
Recuerdo que en la calle Chile corrían en el patio embaldosado y allí practicaban los tackles, seguidos de tremendos porrazos.
Según sus amigos Alberto Granado y Roberto Schaejer, Ernesto tenía grandes condiciones como jugador de rugby. Se decía que su tackle era demoledor.
En Córdoba existía entonces solo un club y, por regla general, jamás conseguían el número de jugadores suficiente como para poder hacer un partido serio. Además, las canchas eran potreros con el suelo sumamente duro.
Cuando Ernesto volvió a Buenos Aires lo inscribí como socio en el Club CIC (San Isidro Club), del cual yo era uno de los fundadores. Allí, junto con su hermano Roberto, intensificó su juego de rugby.
A mí me preocupaba enormemente que Ernesto —que siempre seguía con su asma a cuestas— jugase este deporte tan violento, pero fue inútil mi advertencia, era un empecinado y, como le gustaba el rugby, lo hacía a despecho de su enfermedad.
Cuando jugaba, siempre conseguía un amigo que corría por la línea con el inhalador, para dárselo a Ernesto cuando se lo pidiese. Si se sentía muy fatigado, pedía permiso al juez y se daba unos cuantos bombazos con el inhalador, para después seguir jugando.
Los médicos me habían dicho que este deporte para Ernesto era simplemente suicida. Que su corazón no podía aguantarlo. Una vez se lo dije y me contestó: «Viejo, me gusta el rugby y aunque reviente lo voy a seguir practicando».
Ante tanta insistencia decidí usar otros procedimientos. Mi cuñado Martínez Castro era el presidente del Club CIC y le pedí que sacara a Ernesto del equipo en que jugaba. Mi cuñado así lo hizo y Ernesto, furioso, se cambió al club vecino Atalaya y siguió jugando como siempre.
En mi estudio, Ernesto, Roberto y sus compañeros confeccionaban una revista llamada Tackle. En ella colaboraban todos firmando con seudónimos, y el de Ernesto era Chang-Cho, seudónimo que parecía chino y que también recordaba el apodo cariñoso que le pusieron algunos amigos.
*Padre del Guerrillero Heroico Ernesto Guevara de la Serna. Textos aparecidos en el libro Mi hijo el Che, de la Editorial Arte y Literatura, 1988.
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