Pinar del Río.- EN OCTUBRE de 1868, casi a la par del nacimiento de La Bayamesa como himno de guerra primero y luego como cántico de identidad y orgullo nacional, el Capitán General de la Isla, colonia de España, suprimía la práctica del beisbol.
Aquellos pitenes del Habana Base Ball Club en el Vedado le parecieron a Francisco de Lersundi «un juego antiespañol y de tendencia insurreccional, contrario al idioma y que propiciaba el desamor a España».
Tenía mucha razón el político valenciano, quien veía en esa práctica una expresión de la subjetividad del criollo, aún en el acomodado barrio habanero que sin proponérselo, tal vez, adoptaba el juego como una pieza más del arquetipo de la identidad.
La práctica, sin embargo, no cesó. La clandestinidad mantuvo vivo el paralelismo genético con el Batos de nuestros primeros habitantes.
Sabido es que la supuesta herencia de los aborígenes al beisbol moderno constituye un disparate histórico, pero vaya usted a negarles a los aficionados que acaparaban la pelota el decir que un slugger de la época era un tremendo "Guanín", en analogía con el afamado batero taíno de los relatos de principios del siglo XVI.
En el conjunto de prácticas que definen la cultura individual o nacional, en el caso de Cuba, el deporte como expresión de las más intrínsecas subjetividades humanas juega roles vitales.
Aquí no empezó con el beisbol ni mucho menos acaba allí. Pensar así seguramente sería reducir el aporte del deporte a nuestra identidad o, lo que es lo mismo, al producto de nuestra peculiaridad expresado en la cultura como ADN grabado en la célula.
A principios del siglo XX nuestro país se mostraba en el panorama cultural internacional, entre expresiones artísticas, literarias, políticas y hasta doctrinales, teniendo como luminaria máxima a la figura del apóstol José Martí y a otros intelectuales. Sin embargo, algunos deportistas aportaron a esa visibilidad.
La tríada de oro, como era reconocido el selecto grupo, estaba conformada por el billarista Alfredo de Oro, 31 veces campeón mundial, 18 de esas de forma consecutiva; el campeón mundial de ajedrez José Raúl Capablanca y el multimonarca olímpico Ramón Fonst, quien sobresalió en espada, florete, tiro y hasta ciclismo. No me olvido de varios púgiles, entre esos el ineludible Kid Chocolate.
Una muestra de que la identidad competitiva del cubano no estaba determinada solamente por el éxito o el contexto social favorable radica en el empeño del corredor Félix Carvajal, al participar en los Juegos Olímpicos de San Luis 1904.
Allí donde Fonst brilló, el Andarín hizo historia aun sin colgarse una medalla, como ejemplo de gallardía, esfuerzo y cubanía. En las peores condiciones, ante un gobierno nacional sin interés por el desarrollo del deporte, el cubano demostró que correr y competir constituían para él una necesidad casi orgánica.
Allá fue Carvajal reuniendo cada centavo, aprovechando el apoyo popular hacia su colecta. Solo el hambre y las vicisitudes le privaron de una medalla que no necesitaba para ejemplificar el carácter y la identidad de un cubano típico.
El triunfo revolucionario de 1959 confirmó que la peculiar fortaleza y entrega del cubano, aunque esto pueda parecer chovinismo sin serlo, “apenas” necesitaba un orden favorecedor de la práctica deportiva en condiciones de igualdad.
Imposible hablar de los éxitos de este pequeño país en la arena internacional y en tantísimos ámbitos sin mencionar al deporte como derecho consumado. Tampoco puede hablarse o describirse la cultura del cubano sin recabar en nuestros campeones y su impronta.
Puede resultar erróneo pensar que esa propensión en el mapa cultural nuestro está determinada por el éxito, pero el secreto está en la voluntad de hacer, como en la travesía del buque Cerro Pelado hacia San Juan 1966, navegando frente a la adversidad.
La verdadera esencia se encuentra en las piernas de Ana Fidelia Quirós corriendo y escapando de la muerte; en la danza peculiar de cualquier púgil; en la fuerza de un titán como Mijaín López, quien evoca a Maceo hincando el machete, peleando por la libertad de Cuba; incluso en la porfía sanguínea y alborotada de un parque beisbolero en plena serie nacional; y sobre todo en la sonrisa de los niños corriendo alegres detrás de una pelota o balón.
Si faltaran manifestaciones súmelas usted, querido lector, y descubriremos cuán grande es la huella del deporte en nuestra cultura.
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